Te dicen que el amor es una sola cosa. Y te lo
crees. Todas las historias, cada fábula, cada leyenda, en la sección de
sociedad de cualquier periódico, en todos y cada uno de los cuentos
infantiles que incluyen una princesa o una chica de la limpieza,
siempre, el amor es una sola cosa.
Y así nos encontramos
andando por la vida, buscando una sola cosa. A salto de cama, de copa o
de raya hasta dar con esa única razón. El único beso, el único abrazo
y el único insomnio que solo podría proporcionarnos...una única
persona: El hombre o la mujer de nuestros sueños. Una
imagen figurativa de descomunal acierto y cruel puntería, porque hay
que estar muy dormidos para creer que el amor es una sola cosa. Como
un tetrabrik de leche, un paquete de cigarrillos o un tazón de
chocolate caliente.
Y puede que sí. Pude que una buena parte del pastel romántico sea una sola tarta para dos.
Ahora bien...la parálisis cerebral es un plato que si bien no se
sirve frío, te pegas un atracón de antología al enfrentarte a una
situación para la que no estabas programado.
Los cuentos
(nunca mejor dicho) con sus historias de amor eterno y verdadero, ya
sean clásicos infantiles o de Corín Tellado, con chica de la limpieza o
sin ella, no dejan de adiestrarnos en aquello que se
supone deberíamos de esperar en el amor, el verdadero, el único. Nada
se sabe después sobre si Cenicienta tras despertar de aquella manzana
somnífera volvió a echar una cabezada algo más larga tras recibir
malos tratos. De eso no se habla, de aquello no se escribe.
Y fueron felices y comieron perdices...
porque no eran veganos. Los veganos tampoco existen, como los
animalitos de las películas Disney, que todos cantan y bailan, pero
ninguno acaba en la sartén. Aquí sí parece que todos fuesen veganos.
Hipócritas, nadie asiste a una boda en palacio para comer frutas y
verduras o hamburguesas de soja. Pero es la historia oficial, aquella
con la que crecemos y nos formamos para recibir al amor, y putear hasta
quedarnos afónicos si algo se sale del guión, o navegar por los
recovecos de la depresión más profunda si el mundo real no se ajusta al
de la literatura o nuestra religión.
Entiendo que el amor, como dicen en Matrix (sí, la película de Larry y Andy Wachowski) es una palabra. Lo importante, es la conexión.
Y ésta, no necesariamente es monopolizada o reposa en una sola
persona (que también), pero que podría -aunque no obligatoriamente de
la misma manera ni bajo la misma forma- manifestarse también en otro u
otras personas.
Y llegados a este punto, que es dónde
nuestro programa colapsa y se cuelga el sistema, quién sepa sortear
(imagino que no de forma eficiente, fácil y sin conflicto) este
agujero de seguridad en el sistema, y comprender que forma parte de la
naturaleza humana, disfrutará en absoluta plenitud de un total,
comprometido y enriquecedor estado de conexión.
Ello no nos librará en cualquier caso de una batería de preguntas y contradicciones inevitables.
Lo desconocido es lo que tiene, no existe una estantería dónde
acomodar lo que hasta ayer mismo no existía, y todas las cábalas pueden
fallar, no hay pronóstico certero sobre nada ni finales predecibles
que den repuesta a ese paisaje aún por explorar. Es parte de su belleza
terrible. Incluso a sabiendas que todo principio tiene un fin... ¿o era un final?
Buscarlo
se antoja estúpido, pero comprender que podría asaltarnos a la vuelta
de cualquier esquina, nos acerca más a la desintoxicación literaria
de cuyos cuentos, por la salud mental y emocional humana, merecerían
como poco una segunda parte. Alguna en la que además de comer
perdices, el menú incluya hamburguesas de soja o una historia de amor bizarro. Si.