viernes, 14 de marzo de 2014

El disgusto de ser uno mismo


Ni soy una joya en bruto ni estar conmigo es lo más parecido a sacarse la lotería. Cuento con un amplio abanico de limitaciones y el hábito siempre difícil de corregirme al expresar exactamente lo contrario a lo que quiero comunicar.


Soy fácil a la hora de descubrir y disfrutar los gustos musicales de quién me acompaña pero entiendo que los míos no acaban de surtir el mismo efecto en los otros. Es una batalla perdida salvo con unos pocos elegidos, y con matices.


Me gusta el Mate argentino con azúcar y cáscara de naranja, el café con leche y el Colacao cargadito. Escribo, dibujo, hago comics, pinto y dirijo videoclips, cortos y cuando no queda más remedio, bodas y páginas web. Un montón de cualidades que no sirven para distraer de aquellos defectos que me persiguen: soy desordenado, noctámbulo, tardo en reaccionar ante situaciones que me afectan directamente, pero me muevo con rapidez ante aquellas que me son ajenas.


No trato a mis amigos por igual, como mienten los padres al hablar de sus hijos. Cada uno de ellos es diferente y conectamos en distintos niveles de confianza y empatía. Algunos son como hermanos con los que discutes y consiguen sacarte de tus casillas y yo a ellos, otros lo son como novios demandantes de atención constante. Los hay de perfil discreto pero que siempre se manifiestan en los momentos cruciales aunque lleves meses sin hablar con ellos. Unos pocos, muy pocos, son como el amor perfecto que se vive desde una intensidad compleja y bizarra, dónde cualquier patinazo se vive con la misma intensidad de las cosas buenas que nos unen y pueden producir mucho dolor también, aunque siempre buscando el camino de vuelta, porque la separación es imposible.


Soy el terror de los amores inseguros, porque me gusta conocer gente sin descartar o prejuzgar ningún escenario. Flores hermosas crecen hasta en los pantanos. Y así una noche me vi celebrando el cumpleaños de alguien en una sauna, sin nada que esconder ni nadie que pudiese recriminarme comportamiento alguno, incluso he hecho algún colega en aplicaciones de contactos o clientes para mi trabajo. ¿Una copa en el Strong con los compañeros de trabajo? ¿Por qué no?. Y hago una foto y la subo. Es un sitio al que nadie acude pero siempre está lleno. 


Soy raro y aprendí a pasarme por los huevos la mirada incriminatoria, porque son los actos quienes te definen y no las apariencias. Y porque esas miradas no te dan de comer ni pagan tu recibo de la luz ni están ahí cuando necesitas de alguien. Pero puede resultar chungo para quien te acompañe. No soy lo que se dice fácil de catalogar, porque con el tiempo te das cuenta que los catálogos son para vender, y yo no vendo nada. Claro que no siempre ha sido así. Uno va aprendiendo con los años, y puestos a que puede caerte una maceta en cualquier momento, mejor que lloren o ignoren al muerto, a que hagan lo mismo con alguien a quien nunca han llegado a conocer de verdad.

Se me dan mal muchas cosas, incluso en ocasiones aquellas que se me dan bien. He perdido y he ganado mucho en todos estos años. No tengo enemigos porque mis éxitos son discretos y mi economía es la risa de los que piden en el metro. Pero soy jodidamente rico en el amor implacable que me tienen los míos, de quienes me siento orgulloso, pues ni en la más traumática de mis rupturas, por poner un ejemplo, han perdido el tipo ni el tiempo lapidando o poniendo verde a quienes me dejaron solo, limitándose a acompañarme y hacerme los días más llevaderos.


Está claro que no soy el mejor de los partidos, que carezco de muchas cosas, que no me comunico bien en algunos momentos críticos, que alguna vez no he dado la talla en lo que se esperaba de mi, e incluso, he tenido que rendirme a la evidencia de haber roto mi lealtad, por algo más grande que mis propios prejuicios, normas, credos y acartonamiento general.


Me gusta poner sobre la mesa los temas que normalmente se ponen por debajo, porque la imagen de esa maceta esperándome en alguna esquina cualquiera, me recuerda que esto se acaba, y que bien vale la pena el disgusto de ser uno mismo. Eso sí, sin encasquillarse en eso y con ganas de seguir evolucionando. Y los errores son un buen vehículo, siempre que esa ensalada vaya acompañada también de equilibrados aciertos.


Y tengo mis cosas buenas, vaya que sí. Pero no siempre consigo que éstas me rescaten de una lluvia de hostias. A mayores aciertos, mayores exigencias, y en ocasiones el otro olvida que uno, al fin y al cabo, es tan frágil como cualquiera, tan torpe como el que más, y que hay palabras o actos que generan pequeños daños irreparables en alguien, que a pesar de sus defectos, nunca te devolverá el golpe.




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